Zombis metafóricos y activistas funcionales. Por una sofisticación de los recursos interpretativos en el ámbito de intersección entre prácticas sociales y estéticas

La idea que trataremos de defender aquí es que ciertas propuestas artísticas contemporáneas, deudoras de las prácticas conceptuales, post-conceptuales y/o relacionales de los últimos tiempos, están cargadas de una serie de tensiones que apuntan a un interesante y fértil terreno de mestizaje entre lo que, de forma por ahora genérica y un tanto imprecisa, podríamos calificar de “social”, de un lado, y lo puramente “estético”, del otro.

Algunas de dichas prácticas, como las que vamos a comentar en este texto, funcionan como un claro ejemplo de la potencia y de las tensiones que se siguen de este tipo de operaciones performativas cuando se las rodea de un exceso de intencionalidad. Y son en este sentido un ejemplo más de un proceso que se está convirtiendo en síntoma del arte contemporáneo: la urgencia de recuperar las certezas de la interpretación (de la hermenéutica) como respuesta a la insoportable ambivalencia constitutiva de toda performance, de suerte que esta recuperación corre el riesgo de neutralizar lo que la performance tiene de hallazgo.

Se observa con frecuencia en este sentido una necesidad por clausurar el significado de performances cuya potencia es tal que arrastra a los artistas a la contradicción pragmática de tratar de explicar lo inexplicable. Parece como si frente al cripticismo, la falta de claridad y de univocidad de lo “actuado” hubiese que retirarse al terreno seguro del comentario para que las cosas adquieran sentido. Pero ¿no será que la falta de claridad de la acción performativa emana de su propia inescrutabilidad, de esa suerte de irreductible ambivalencia que caracteriza a toda acción performativa?

Esta tensión entre ambivalencia y sentido de la performance es una de las encrucijadas del arte contemporáneo, sobre todo en lo que toca a las propuestas relacionales1 y se resuelve habitualmente con una especie de “marcha atrás”: el intento de recuperar el sentido mediante el recurso al comentario o, lo que es lo mismo, a razones elaboradas con anterioridad o con posterioridad a la realización de la performance. Porque para toda operación relacional que quiera rentabilizarse, sea en el ámbito del activismo político o en el terreno del marketing y la publicidad, tanto da, hacer el chorra (como sucede en esas performance colectivas que se han dado en llamar flash-mobs), ha de tener sentido. Tan es así que en esta desesperada búsqueda del sentido se llega incluso a sostener que incluso hacer el chorra ha de responder necesariamente a una estrategia o una intencionalidad política. Pues bien, las diversas marchas Zombis que han proliferado en los últimos tiempos constituyen un ejemplo extraordinariamente revelador de estas productivas tensiones.

Si de buscarles un sentido de trata, uno de los leitmotiv de las Zombi Parades suele referirse a lo que la figura del zombi da de sí como metáfora de la sociedad contemporánea. Son frecuentes los textos que, sobre todo a partir del ya clásico Dawn of the Dead (George Romero, 1978)2 proponen el zombi como un símil del consumidor y equiparan la marcha zombi con las escenas consumistas a las que tan habituados estamos en los centros comerciales. Así,

“El zombi nos muestra lo que somos y nos asusta ser, aquello de nosotros que no queremos reconocer como propio. Si escuchamos su macabro mensaje quizá podamos hacer honor a la más radical diferencia entre metáfora y realidad: mientras las epidemias zombis se presentan siempre en el cine con fatalidad natural, la extensión vertiginosa de nuestro modo de vida consumista es un fenómeno social. Y lo que distingue a lo social de lo natural, no conviene olvidarlo, es su condición de artificio, generado por seres humanos y transformable por ellos.”3

El zombi es a la naturaleza lo que el consumidor a la sociedad y la cultura. ¿Por qué no entonces utilizar el zombi como metáfora-denuncia para poner en marcha una pedagogía del consumo con conciencia? Bajo este prisma, el zombi sería el perfecto correlato empírico de lo que Giorgio Agamben ha dado en llamar la nuda vida4 esa forma de vida que queda reducida a sus funciones vitales, meramente reproductivas, de supervivencia, descargada de cualquier otra dimensión “antropológica”. El zombi sería una figura asocial (o post-social), mera función, un solipsismo funcional, cerrado en sí mismo, autorreferencial, incapaz de establecer un vínculo comunicativo (mucho menos un sentimiento de empatía) con lo que le rodea.

Parece existir, en este orden de cosas, una mutua necesidad entre el zombi y el centro comercial como su hábitat natural (también el parque temático o el parque de atracciones, como se puede observar en el reciente film de Ruben Fleische Zombieland, 2009). Una mutua necesidad que responde a cierto isomorfismo decretado por una sociología de aliento apocalíptico5: si el zombi es un hombre-función, un no-humano, un cuasi-sujeto, el centro comercial es un lugar-función, un no lugar, espacio carente de memoria, historia e identidad, y como tal explicable sólo desde parámetros funcionales (en el caso del centro comercial, la función de consumir).

El centro comercial es así “un reino de no-lugares urbanos que ofrecen las funciones desnudas de la ciudad, al tiempo que renuncian a la mezcla formal, social y vital, aunque no suficientemente disciplinada, que hace que una ciudad esté viva”6. Como los zombis, los centros comerciales son espacios y tiempos muertos7 carentes de sentido social. Como los zombis, que comen para nada (pues todo lo que comen no les alimenta por carecer de sistema digestivo), los centros comerciales funcionan para nada, pues la dinámica que posibilitan no sirve para generar vida social con sentido. En esta maniquea lectura de lo social, el zombi es por defecto al centro comercial lo que el ciudadano libre (debería ser) por virtud al espacio público. Y es ésta, la del espacio público en tanto que espacio creativo y virtuoso, la exigente vara de medir, mejor, el inalcanzable listón con el que se coteja al consumidor.

“El centro comercial es una caricatura del ágora griega, el espacio clásico de la democracia. Rodea a los ciudadanos dando una ilusión de libertad de elección a la vez que disuade el comportamiento imprevisible, convirtiéndolos de manera eficaz en consumidores pasivos de su entorno”8.

La forma de superar la entente nihilista que forman zombis y centros comerciales es, por consiguiente, dotarles a ambos de una función con sentido. Es así que el siempre dúctil pensamiento posmoderno acude en socorro de los necesitados de sentido: por más que sean espacios de y para la alienación, habida cuenta de que son los únicos espacios públicos transitados o habitados (los espacios públicos tradicionales han pasado a ser espacios fantasmáticos, lugares de encuentro vacíos), los centros comerciales, y los no lugares en general, constituyen el único banco de pruebas para elaborar y testar interpretaciones alternativas de lo público; alternativas, se entiende, a las formas más convencionales e institucionalizadas de participación política.

El zombi troca así en sujeto político pleno, en sujeto reivindicativo, emancipado, con conciencia y, hacer el zombi (y el chorra), en juego insumiso, comprometido, más allá de una actitud irónica o estética que no haría sino abonar el conformismo. La política del zombi es, definitivamente, una política contenciosa.

Ese oscuro objeto de deseo llamado sociología

El arte se ha dejado embaucar demasiadas veces por ese oscuro objeto de deseo llamado sociología, tanto cuando adopta el formato relacional, modalidad del arte de gran actualidad que politiza las relaciones sociales y que toma como su horizonte no la obra de arte en tanto que espacio simbólico autónomo y privado, sino la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, como cuando se anuncia como crítica social (arte político). Y lo hace sin caer en la cuenta de que el subtexto de la sociología es, más que la denuncia o la crítica social, una lógica tramposamente funcionalista y paranoica, porque es producto de una “ley de las consecuencias”, una ley que decreta que si las cosas existen socialmente será porque tienen una función social.

Ahora bien, si otorgamos a la metáfora del zombi una función social y política (crítica), probablemente estemos soslayando sus aspectos más interesantes. Mejor: si hacemos del zombi una metáfora que cierra un argumentario sociológico en torno a la crítica de la sociedad de consumo y la necesidad de un consumo “sostenible”, con conciencia, probablemente lo estemos inhabilitando como juego generador de otros sentidos menos previsibles.

¿Es el zombi una metáfora de la sociedad contemporánea? Y si lo es, ¿hasta qué punto emplearlo como metáfora está lastrando otros de sus potenciales? Incluso si se piensa como metáfora, ¿no se está pensando como un mero símil de una realidad que ya existe, impidiendo así que provoque otras lecturas de la realidad? ¿No es el símil del zombi una metáfora muerta?

La razón sociológica siempre ha situado al arte en el terreno del orden (como instrumento de consolidación del status quo) o de la resistencia. Pero ambos terrenos, por opuestos que parezcan, tienen en común algo: siguen una lógica finalista, de medios-fines. Por tanto el arte con ínfulas sociológicas no tiene valor en sí mismo sino en tanto que queda emplazado en el ámbito de la acción instrumental, la acción para, es decir, en un ámbito finalista, que  no es otro que el ámbito de la política. El arte es, así, la política por otros medios.

No obstante, si algo tiene el arte que le hace distinto de la sociología o de la política es, precisamente, su carácter de gasto, de excedente. Aplicar el funcionalismo sociológico o la pulsión emancipadora al arte neutraliza su especificidad, que no es otra que su carácter refractario al utilitarismo y a la lógica de medios/fines. El arte es gasto, excedente de sentido. Hacer el chorra haciendo el zombi, en tanto que exceso semiótico, siempre conlleva una acción incompleta, deficitaria. Si el cuerpo del zombi está lleno de orificios, si es un cuerpo abyecto, no se le puede pedir que actúe con arreglo a determinadas razones o en pos de determinados objetivos. Como cuerpo abyecto, incompleto, su razón de ser no puede ser del orden de lo apolíneo. Y la política se inscribe en este orden. También la contenciosa.

La refracción de la figura del zombi hacia la idea de compromiso

Lo más relevante es, por tanto, quedarnos con lo que la marcha zombi pueda tener de excedente de sentido. Hacer del zombi una metáfora o hablar de zombis (antes o después de hacer el zombi, tanto da a efectos prácticos), lo inhabilita como juego. Y el juego que proponen Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum en su propuesta artística9 es un juego extraordinariamente ambicioso porque ni siquiera se juega desde la distancia de la actitud irónica (muy propia de cierta posmodernidad diletante y esteticista), sino en la implicación total con la acción:

“Las marchas zombis dependen más bien de un desmoronamiento total del distanciamiento irónico. Es decir, dependen de la rendición incondicional y desinhibida de los participantes al propio placer de representar un papel.”10

Un juego así está cargado de ambivalencia y de consecuencias no previstas. Y está también sometido, por su alto grado de exigencia, a la permanente amenaza del fracaso, o lo que es lo mismo, corre el riesgo de incurrir en contradicciones pragmáticas, pues hacer el zombi y saberse haciendo el zombi son actitudese se neutralizan mutuamente. En otras palabras, el alto grado de exigencia del juego estriba en que toda actitud intencional, reflexiva o finalista (es decir, toda distancia de rol, en este caso, del rol de zombi) conduce a la performance al más estrepitoso de los fracasos. Quien hace el zombi no puede saberse jugando el juego, simplemente ha de jugarlo. Con todas sus consecuencias.

José Luis Pardo en su libro La regla del juego11 se ha referido a la “historia del explorador” de Wittgenstein para explicar cómo el explorador (y podríamos decir aquí con él: el antropólogo, el teórico social, el crítico, el que interpreta al “otro”) registra, apunta, categoriza y analiza el juego que observa en el nativo, de suerte que termina en el fondo convirtiendo su propio hacer en otra cosa, en una suerte de Juego 2. Si el Juego 1 de los nativos se juega sin hacer nunca explícitas las reglas (lo cual colapsaría de facto el juego), aunque éstas estén interiorizadas12 el Juego 2 por el contrario muestra las reglas, se empeña en desvelar los mecanismos, arroja inmisericordemente luz sobre la escena, imbuido de ese espíritu ilustrado que lo conforma (Enlightenment).

“En este sentido, otra observación importante de Wittgenstein es la que llama la atención sobre el hecho de que, aunque el explorador se refiera a aquello que está describiendo como un ‘juego’ (el Juego 1), para los nativos no es en absoluto un juego. A este ‘no ser en absoluto un juego contribuye precisamente el hecho de que las reglas de este juego sean implícitas y su aprendizaje exclusivamente práctico (…) hasta el punto de que, por mucho que este juego sea, para el explorador, una técnica (ars), es vivido por los nativos como (su) naturaleza, lo que ellos son (sólo cuando se arruina es reconocido como arte y, a veces, elevado a los museos).13

Días después de realizar la marcha, Iratxe Jaio señalaba en el programa “Carne cruda” de Radio 3 que en la Marcha Zombi que organizaron en Barakaldo habían confirmado la pluralidad de motivos que llevaron a la gente a participar en ella. “Algunos –decía– est[aban] en el lado más activista, otros [participaron] desde la reflexión y otros, desde la dimensión lúdica”. “Una de las cosas mas interesantes”, añadía, “es que éramos espectadores de nosotros mismos. Estábamos haciendo el zombi para nosotros mismos”. Este repertorio de motivos es un claro indicador de la ambivalencia que atraviesa este tipo de performances, una ambivalencia que los propios artistas pudieron comprobar en la marcha y que dio un nuevo sentido a ésta.

Sería interesante dilucidar quiénes de entre los que acudieron a la marcha jugaban el Juego 1 del zombi y quiénes el Juego 2 del explorador. Podríamos inferir que quienes hacían el zombi “para ellos mismos” estaban jugando el Juego 1, el juego del nativo (zombi), y quienes lo hacían desde la reflexión, y sobre todos los propios artistas/organizadores, el Juego 2, el del explorador. Pero, ¿qué juego jugaban quienes lo hacían desde el activismo, es decir, quienes siguieron a pies juntillas el guión del juego, que, por lo que se puede leer en Quédense dentro y cierren las ventanas, no era tanto hacer el zombi, sino hacer el zombi para denunciar la sociedad consumista?

La política más allá de la vida seria. Emanciparse de la emancipación. Resistir la resistencia

La respuesta a esta intrincada cuestión la podemos encontrar en un trabajo anterior de Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum. Nos referimos a Marea, una producción videográfica de 2004. Marea, que recoge los acontecimientos posteriores al hundimiento del petrolero Prestige en la Costa da Morte gallega, frente al pueblo de Muxía, se sitúa en un contexto de movilización ecologista. Pero si algo resulta revelador, a la vez que conmovedor, en este documento es que supo reflejar la trastienda de la movilización, aquellos tiempos muertos que no seguían la lógica estrictamente finalista de la movilización.

En este documento podemos ver, junto a episodios de calado político como la preparación de un anifiesto por parte de un colectivo de activistas y su posterior lectura frente a los medios de comunicación, otros momentos más desconcertantes desde el punto de vista del imaginario militante en los que los voluntarios que limpian las playas se comportan de una forma absolutamente desinhibida hasta, podría decirse, un poco infantil o bobalicona (riendo mientras escapan del oleaje en la orilla de la playa, cantando O sole mio en el camión que los transporta de vuelta a los albergues tras finalizar la jornada de trabajo, etc.). A la pregunta de qué le había reportado la experiencia, una voluntaria decía que la compararía con el júbilo que sintió cuando terminó el Camino de Santiago. Otro señalaba con tono entre irónico y reflexivo, ese tono que marca una distancia analítica respecto de lo que uno está haciendo, que a un nivel objetivo los voluntarios no estaban haciendo tanto y que la gente sobre todo se divertía: “nos hace sentirnos mejor. Ha contribuido más a mi interior. Además, los lugareños están contentos con nosotros”.

Si algo pone en evidencia Marea es que los tiempos muertos de la movilización tienen un inusitado interés para poder observar dimensiones que la figura heroica del militante o del activista tiende a eclipsar. Resulta muy ilustrativo confrontar al modo de una secuencia de planos/contraplanos este vídeo con el de la Marcha Zombi y observar no tanto lo que hace diferentes a estos dos documentos (lo serio de la movilización de los voluntarios versus lo lúdico de la de los zombis en el centro comercial, lo real del Prestige versus el simulacro consumista zombi), sino la lógica común que los atraviesa. Si hacemos una lectura transversal de estos dos documentos, podremos observar lo limitante de mantener una serie de dicotomías en las que se apoya la idea de compromiso político: las dicotomías serio/lúdico, realidad/simulacro, emancipación/conformismo, compromiso/juego, entre otras.

Es necesario comenzar a declinar estos pares de otro modo, no como oposiciones o antagonismos, sino como oportunidades para generar otra gramática de la vida social y política. La gratuidad del arte, su ser refractario al finalismo, nos provee de escenarios en los que estas aberraciones (socio)lógicas son por fin pensables. Es pensable defender que, como se aprecia en una marcha zombi, sobre todo, en quienes hace el zombi “para ellos mismos”, lo lúdico tiene un componente de seriedad, de severidad incluso: decía Nietzsche que no hay nada más serio que ver a un niño jugando. Es pensable también hablar de que el compromiso lo es con el juego, no con una supuesta movilización política que en nombre de la seriedad o de una supuesta trascendencia evacua toda posibilidad de juego. Es pensable asimismo sostener que toda realidad es en origen un simulacro, una profecía autocumplida: si definimos algo como real, será real en sus consecuencias. Es pensable, finalmente, sospechar que el peor de los conformismos es el que demostramos ante la obligatoriedad de emanciparnos.

Esta nueva gramática social es visible en la Marcha Zombi de Barakaldo, en las desconcertantes imágenes captadas (y propiciadas) por Jaio y van Gorkum. Las distintas actitudes, las distintas formas de proceder, las distintas razones y ambiciones, quedan cortadas por el mismo rasero: la seriedad de los niños y su compromiso con el papel de zombi, la sobreactuación de quienes se toman a sí mismos demasiado en serio y realizan una performance calamitosa de tan perfecta que quiere parecer (cuán ridícula resulta la intención de ser espontáneo), los momentos en que los “organizadores” de la performance dejan de ser zombis para dirigir al grupo o dar alguna indicación a los cámaras (y entre los zombis, que se sepa, no hay jerarquías, sino un régimen estrictamente igualitario), la sobreactuación de quienes ven acercarse la cámara (el observador siempre modifica el fenómeno observado), las pérdidas de control, el olvido de lo que se está haciendo, la relajación en la actitud, etc.

Hacer el zombi desde distintos lugares de enunciación

Claro está que, llegados a este punto, de lo que estamos hablando es del lugar de enunciación del discurso, de dónde se posiciona el sujeto enunciador, o aún de forma más precisa, desde dónde se escribe la narrativa del zombi en cada caso: porque lo que parece quedar bastante claro es que no es necesariamente igual mirarlo desde el lugar de quienes convocan este tipo de movilizaciones (se trate de marchas zombis o de accionismo ecologista) que del de quien participa.

Si bien para la posición de sujeto de quien organiza resulta obviamente diferente pasear haciendo el zombi bajo la bandera del “colectivo de clowns activistas holandeses Rebelact” que hacerlo bajo la de la empresa de maquillaje LKM o la del festival de cine de Sitges, “que toma el nombre de su patrocinador: Eastpak Zombiewalk”14 es más que dudoso, ateniéndose al menos a las actitudes observadas en imágenes procedentes de unas y de otras, que desde la posición de sujeto participante de muchos “muertos vivientes” haya mayores diferencias entre todas ellas: pues de lo que se trata igualmente es de hacer el chorra. Es más, nos atrevemos a afirmar aquí que algo muy parecido sucede en la movilización de Muxía para combatir la contaminación causada por el Prestige, ateniéndonos a las entrevistas antes citadas: quitar chapapote o hacer el Camino de Santiago, tanto da, con tal de vivir “experiencias jubilosas”.

Entender que este tipo de experiencias específicas, a medio camino entre la performance y la movilización, ofrecen la posibilidad de ser vividas desde posicionamientos diferentes, desde objetivos diferentes, incluso en el interior de un mismo sujeto, dependiendo de la posición de sujeto que ocupe en cada momento, como la propia Jaio reconocía más arriba, nos hace pensar que esto sucede así igualmente en otros ámbitos de nuestra vida social en los que con excesiva frecuencia la sociología, la ciencia política o incluso el mismo periodismo, tienden a simplificar las cosas viendo “manifestaciones de deseo” unívocas allá donde, realmente, las cosas son bastante más complejas: es en este sentido cuestionable (y profundamente secante) la cotizada figura de la “multitud” en tanto expresión contemporánea de un deseo emancipatorio compartido15 cuando en gran medida la suma de voluntades y deseos individuales y contradictorios (a veces, insistimos, dentro de un mismo sujeto, como haciendo realidad aquello que Walt Whitman dijera de sí mismo: “me contradigo, contengo multitudes”) nos están configurando una imagen de la realidad social mucho más poliédrica, y para cuyo análisis necesitaremos sin duda herramientas bastante más sofisticadas, tanto en su planteamiento epistemológico como metodológico. Además de la sensibilidad para ver lo que en principio resulta contra-intuitivo: el cuerpo del zombi es más un cuerpo enriquecido que un cuerpo apolíneo debilitado por desgarros y orificios. El zombi restriega la superficie lisa y limpia de nuestra seriedad política con su lacerante capacidad de gozar del síntoma.

 

Iñaki Martínez de Albeniz (Oñati 1967)
Iñaki Martínez de Albeniz es Profesor Permanente en el Departamento de Sociología 2 de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Sus líneas de investigación son: Sociología Política, Sociología de los Movimientos Sociales, Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología y Sociología del Arte y la Cultura. Es autor de La poética de la política. Usos de la política en el País Vasco (UPV, 2003), La producción de la identidad en la sociedad de conocimiento (2006) y de numerosos artículos en revistas científicas y libros colectivos. Ha editado: Basque Society. Structures, Institutions and Contemporary Life (University of Nevada, 2005) y Tecnología, cultura experta e identidad en la sociedad del conocimiento (2009, UPV). Desde 2008 colabora en Mugalari, suplemento de arte y literatura del diario Gara.

Gabriel Villota Toyos (Bilbao, 1964)

Es licenciado en Bellas Artes y doctor en Comunicación Audiovisual por la Universidad del País Vasco, donde ejerce como profesor del Departamento de Comunicación Audiovisual y Publicidad, y como Director de Proyección Universitaria del Vicerrectorado del Campus de Bizkaia. Ha realizado también estancias de investigación en distintas universidades estadounidenses. Desde los años 90, ha trabajado como artista y organizador de actividades en relación a las artes visuales, y ha publicado en revistas, catálogos y otros medios. Sus últimos trabajos han sido Destellos en el Agua (Melusina, Barcelona, 2010), En, desde, por, contra. Crónicas vascas del arte a comienzos de siglo (Arteleku, 2008), “Sujeto e imagen-cuerpo: entre la imagen del cuerpo y el cuerpo del espectador” (UPV/EHU, 2004), y el vídeo documental “Devenir vídeo (Adiós a todo eso)” (180’, 2005), dentro del marco de “Desacuerdos” (Arteleku / UNIA / MACBA).

 

1 Nicolas Bourriaud: Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2006.

2 Dawn of the dead (conocida en español como El amanecer de los muertos, Zombi, entre otros títulos) es una película de terror, la segunda en la serie de los muertos vivientes de George A. Romero (después de La noche de los muertos vivientes de 1968). Además de iniciar el género “splatter” en las películas de horror, El amanecer de los muertos recibió la aclamación crítica, debido, entre otras cosas, al subcontexto que implicaba el consumismo y materialismo norteamericanos. (…) La filmación de las escenas en el centro comercial de Monroeville, Pennsylvania, fueron hechas solamente de noche cuando el centro era cerrado para los compradores, entre 10:00 PM y 8:00 AM. El director Romero dijo sobre esto: “la filmación en el centro comercial fue un infierno”. (de Wikipedia)

3 Jaime Cuenca: “Consumir sin conciencia: anatomía de la vida zombi”, en Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum (eds.): Quédense dentro y cierren las ventanas. Bilbao: Consonni, 2009, p. 52.

G. Agamben: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, 1998.

5 Ver en este sentido sobre todo la obra del sociólogo Zygmunt Bauman.

6  M. Sorkin: Variaciones sobre un parque temático. Barcelona: Gustavo Gili, 2004, p. 10.

7 “Tiempo muerto” es precisamente el título de la exposición de Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum en Artium en el marco de los premios Gure Artea de 2008.

8 Jaio y van Gorkum, Op. cit., p. 9.

9 Nos referimos a la ya citada exposición “Tiempo Muerto”, que se ha podido ver en el Museo Artium de Vitoria-Gasteiz en el marco de la exposición de los premios Gure Artea, a la edición del libro Quédense dentro y cierren las ventanas (Bilbao: Consonni, 2009) y, por descontado, a la organización de la Marcha Zombi celebrada en el Megapark de Barakaldo el 14 de junio de 2008.

10 Jaio y van Gorkum, Op. cit., p. 12.

11 José Luis Pardo: La regla del juego. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2004.

12 También nosotros nos hemos extendido ya antes sobre este particular en “Juego y emancipación. Las utopías pedagógicas en la posmodernidad”, en Textos y pretextos para repensar lo social. Libro homenaje a Jesús Arpal. Ignacio Mendiola ed., UPV/EHU, Bilbao, 2008, pp. 399-412

13 Pardo, Op. cit., p. 94.

14 María Mur Dean: “Redondee sus puntas, por favor”, en Jaio y van Gorkum, Op. cit., p. 26.

15 Michael Hardt y Antonio Negri: Imperio. Barcelona: Paidós, 2002.