Los zombis son personajes poco glamourosos en comparación con otros seres del mundo del cine. Desprovistos de conciencia, personalidad y ambición, los zombis son más bien trágicos anti-héroes, una parodia repulsiva del ciudadano ideal, sin más relación con la experiencia vital que la repetición automática de viejas costumbres de socialización.
Y sin embargo, aunque se empeñen en perseguir a los vivos, uno no puede evitar sentir simpatía por estos inquietantes sonámbulos. En una sociedad en que el significado de la palabra 'libertad' es cada vez más escurridizo, no es difícil ver a los muertos vivientes como la reencarnación de aquellos bufones cortesanos, eso sí, en un extraño estado de descomposición y sujetando un espejo que refleja nuestro sentir cívico y humano.
Qué poderoso debe sentirse uno dentro de su piel. Rechazar toda lógica y objeto de la vida, dejar de correr y empezar a tambalearse, gimiendo y gesticulando con torpeza. Atravesar dando traspiés los suburbios en letargo, rondar sus centros comerciales abrazando la promesa consumista de la liberación individual.
Si alguna vez te has pellizcado para despertar de ese sueño trivial llamado vida, consuélate porque no estás solo. Únete a nosotros en una melancólica revolución sin líderes ni consignas. Únete a nosotros para tomar las calles en esta marcha hacia un nuevo amanecer.
El comunicado anterior se dio a conocer durante los días previos al 19 de abril de 2008 en Overvecht, un grisáceo suburbio de rascacielos de la ciudad de Utrecht, en Holanda. Y una vez más, pocos meses más tarde, en Barakaldo, una ciudad satélite del área metropolitana de Bilbao, en el País Vasco. En ambas ocasiones esta sardónica llamada a las armas fue suficiente para que un grupo de gente se sometieran voluntariamente a una sofisticada fantasía colectiva en el marco del proyecto artístico Quédense dentro y cierren las ventanas.
Tras lo que podría denominarse como una sesión extrema de transformación en la que los participantes adquirieron el aspecto de cadáveres sanguinolentos en estado de descomposición, el grupo se juntó para formar una siniestra aunque alegre marcha que deambuló por el barrio. Los espectadores se quedaban asombrados mientras aquella indecente muchedumbre de zombis se dirigía tambaleante hacia el centro comercial local, donde procedía a invadir las tiendas y mezclarse con los asustados clientes.
¿Cuál era el objeto de estas manifestaciones colectivas de insensatez? ¿Era su implícita y ambigua crítica de la sociedad consumista una especie de reivindicación del potencial crítico del ciudadano? O ¿tal vez la predisposición de la gente a someterse a una búsqueda bastante indecorosa de lo trivial y lo profano sugiere precisamente lo contrario?
Rem Koolhaas dijo una vez que “hacer compras es tal vez la única forma que queda de actividad pública”. Es una opinión bastante despectiva del ciudadano contemporáneo que ciertamente parece tener visos de realidad en los suburbios de nuestras ciudades, donde la vida cotidiana se ha retirado detrás de las cortinas del hogar privado. El único lugar que queda para que sus habitantes se reúnan como comunidad parece ser el centro comercial, donde participan en un ritual que nos une a todos: el consumo, esa ceremonia compleja en la que la necesidad y el deseo están unidos al estilo de vida y a la identidad de marca.
En cierto sentido, los centros comerciales están asumiendo el papel de las plazas públicas como puntos de encuentro, simulando la animación de los centros de ciudad tradicionales. El ambiente es agradable y se estimula el “dar una vuelta por ahí”. No obstante, eso se tolera siempre que siga la doctrina del consumo. Todo en el centro comercial está planeado y preconcebido, y cualquier apropiación o adaptación de ese espacio por parte de los transeúntes se considera fuera de lugar y se prohíbe. No se puede sentar en el suelo y sería impensable llevar a cabo una manifestación en su interior. El centro comercial no pertenece a su público, y su presencia está rigurosamente regulada, supervisada y controlada.
Lo que empezó siendo un sucedáneo del centro de la ciudad se está convirtiendo en algo globalmente omnipresente. No solamente porque todos los centros comerciales son parecidos o porque hay tantos, sino porque se han convertido en un modelo de organización de otros espacios. Zonas accesibles al público como estaciones de tren, aeropuertos o las entradas de grandes complejos hospitalarios están siendo progresivamente privatizadas y comercialmente explotadas como respuesta a un gasto público cada vez menor. Incluso los centros de ciudad originales, los “auténticos”, están siendo remodelados siguiendo los valores del centro comercial: limpios y seguros, retienen únicamente los elementos pintorescos que refuerzan la Identidad de Marca de la ciudad, en un escenario dominado por los logos de H&M, Zara y McDonald’s.
El centro comercial es una caricatura del ágora griega, el espacio clásico de la democracia. Rodea a los ciudadanos dando una ilusión de libertad de elección a la vez que disuade el comportamiento imprevisible, convirtiéndolos de manera eficaz en consumidores pasivos de su entorno. No obstante, a medida que otros espacios abiertos y multifuncionales de la ciudad moderna se hacen obsoletos, podría ser el único lugar donde una asamblea pública sigue teniendo una importancia política latente.
En ese contexto, la marcha zombi debería considerarse un experimento para desafiar el status quo conviertiendo el centro comercial en una zona conflictiva, un ruedo donde por una vez se representa un guión diferente. Como forma de acción directa, sigue el ejemplo de los happenings organizados en Holanda en los años sesenta por los provos, un movimiento antiautoritario que representaba bromas extravagantes para despertar a la sociedad de la indiferencia social y política. En aquellos happenings lúdicos se fundían la performance artística y la protesta política mediante el uso de elementos de parodia y humor, tales como el empleo de pancartas en blanco como reacción a la prohibición de usar textos incendiarios en manifestaciones.
Pero la marcha zombi está también en deuda con la práctica de la psicogeografía, un término aplicado a un amplio abanico de estrategias para explorar la ciudad de forma innovadora e imprevisible a fin de provocar una nueva conciencia del paisaje urbano. Un ejemplo notable de esto es la deriva, un pasear por las calles deliberadamente sin objeto, guiado solamente por la coincidencia y los impulsos subjetivos. El concepto, introducido por los situacionistas, otro grupo de agitadores artísticos y políticos de los sesenta, se ha articulado como respuesta subversiva a la planificación urbana y al funcionalismo de burócratas y empresarios.
No obstante, entre tomar del sistema y ser absorbido por él sólo hay un paso. Unos meses después de las marchas de zombis en Overvecht y Barakaldo, hubo otra en Sitges, organizada por la marca de modas Eastpak. Esto ilustra eficazmente el modo en que narrativas potencialmente subversivas pueden ser neutralizadas al ser incorporadas a una celebración descarada de la marca de un patrocinador. Los situacionistas ya habían sido testigos en su época de cómo las desviaciones irónicas de significado podían volverse contra sí mismas. Lo llamaban recuperación, el proceso por el que ideas e imágenes radicales se convierten en mercancías y son interiorizadas por la sociedad establecida.
Pero la complicidad de las iniciativas contraculturales con el orden social imperante va más allá de su vulnerabilidad a la recuperación. La deriva, por ejemplo, no deja de estar relacionada con la tradición establecida por el flâneur, el “caballero que pasea por las calles”, que surgió de las galerías cubiertas parisinas del s. XIX. Esas galerías, estrechos corredores flanqueados de negocios minoristas y cubiertos de techos arqueados de cristal, pueden considerarse predecesoras conceptuales de los grandes almacenes, y después de los centros comerciales cubiertos. Por consiguiente, en honor a la verdad podría sugerirse que el aturdido observador de escaparates actual y el distante psicogeógrafo descienden de la misma figura histórica.
Todo esfuerzo por desafiar la definición de espacio público que proporciona el centro comercial debería reconocer que todos estamos involucrados en su construcción. En efecto, puede ser uno de los pocos lugares que quedan en los que se cruzan la experiencia cotidiana y los abstractos procesos internos de la sociedad moderna. El objetivo, entonces, no es necesariamente abolir el centro comercial, sino reinventarlo como banco de pruebas para interpretaciones alternativas del papel de lo “público”.
Las marchas zombis por los centros comerciales de Overvecht y Barakaldo podrían considerarse un comentario irónico sobre la rutina mortal de las compras. Pero la ironía implica un cierto distanciamiento de la vida cotidiana, perpetuando la situación al proporcionar una coartada al conformismo. Para hacer resucitar realmente al flâneur como personaje opuesto a los efectos alienantes de la sociedad de consumo, las marchas zombis dependen más bien de un desmoronamiento total del distanciamiento irónico. Es decir, dependen de la rendición incondicional y desinhibida de los participantes al propio placer de representar un papel.
Dicho de otra forma, Quédense dentro y cierren las ventanas es una invitación insumisa a salir a jugar. Obsceno, vulgar y liberado de restricciones morales, el flâneur-zombi es un Jekyll y Hyde moderno, un recordatorio de que lo que en última instancia separa a un observador de escaparates de las mercancías expuestas no es el cristal o el dinero, sino el condicionamiento social.